La matemática de la tragedia
Unas 400 personas murieron ahogadas el martes, según Save the Children y ACNUR, cuando intentaban llegar a Italia por mar huyendo de la violencia en Libia. Cuatrocientas personas. Repito la cifra y la palabra para que se aprecie la magnitud de una tragedia que en Europa ha sido despreciada. De un solo golpe, 400 seres humanos –sí, como nosotros- han dejado de existir, 400 familias como la nuestra –perdonad que insista en lo evidente- ya no volverán a ver con vida a ese hijo, esa madre, ese padre, esa sobrina o ese amigo. Probablemente no recuperen ni sus cuerpos. No importan porque no eran de los nuestros. Ni nuestras autoridades quieren que lo sean: Italia canceló su programa Mare Nóstrum (más barcos, más grandes, más salvamentos) y la UE lo sustituyó por el Tritón (menos barcos, más muertos). Mejor que se ahoguen en el mar, que tener que acogerlos. Pues ahí los tienes: 400 muertos más.
Repito y explico lo obvio porque aquí lo hemos obviado. Salvo honrosas excepciones, como la de este diario, la noticia no ha tenido apenas recorrido en nuestros medios aunque se trataría de la muerte más masiva de migrantes en las costas del Mediterráneo, mayor aún que la de Lampedusa, y ha ocurrido aquí al lado. De hecho, no la he encontrado confirmada, tampoco en medios europeos. Por ahora, la información que ha aparecido es condicional: “podrían haber muerto” esas 400 personas según el testimonio de 142 rescatados de un naufragio que cuentan que iban con ellos. Pero no hay ni rastro en los informativos sobre la búsqueda de los cadáveres. Ni hay reacción oficial de preocupación ni duelo de la comunidad europea. La noticia ha desaparecido bajo el océano de la actualidad como esos 400 cuerpos hundidos en el mar.
No he podido evitar compararlo con el despliegue mediático por la muerte de 150 personas en el avión estrellado en los Alpes. Claro que este accidente nos toca más de cerca. Pero el bombardeo repetitivo de noticias que no aportaban nada nuevo sobre la tragedia aérea creo que fue excesivo pasados los primeros días, como ha sido atronador el silencio de los medios sobre el naufragio, solo tres días después del suceso. Es más, también es clamoroso el olvido en el que ha caído el siniestro del avión, después de tanto ruido mediático. Nada hemos vuelto a saber sobre la identificación de los cuerpos o la reparación que van a tener las familias por parte de la compañía y del Estado. No sólo olvidamos a los parias extranjeros, también a nuestros vecinos cuando dejan de dar audiencia. No importaba tanto qué fuera de ellos como qué se podía sacar de ellos. No importaba tanto el número de muertes como el número de espectadores.
La responsabilidad de que esto suceda es tanto de los periodistas como de los espectadores, tanto de los medios que nos ceban como de nosotros que nos lo tragamos y mandamos el mensaje de que nos sigan chutando. El periodismo convertido en negocio ha transformado al espectador en consumidor y a la noticia en producto. No nos informamos, consumimos información. La consumimos hasta agotarla y nos convertimos, nosotros mismos, en producto de consumo para los medios. No nos informan tanto por la trascendencia que tienen las noticias para nuestras vidas y nuestro conocimiento del mundo sino por el beneficio económico que tiene para los anunciantes y las empresas informativas.
Si realmente se informase sobre lo que nos afecta, oiríamos hablar de la violencia y el caos en Libia que están provocando la mayor oleada en años hacia las costas europeas, 5600 personas solo entre el sábado y el lunes pasado. Escucharíamos hablar de las 480 personas ahogadas solo en los tres primeros meses del año, sin contar estos otros 400 aún por confirmar. Por no hablar de los miles que mueren en guerras y atentados y los millones de desplazados por conflictos armados en países no tan alejados de nuestro entorno. Eso afecta a nuestras vidas. No solo porque lamentemos la muerte de cualquier ser humano sino porque se están llenando nuestras fronteras de pobres que huyen del hambre y la guerra contra las que nada hacen nuestros gobiernos y de la que se aprovechan nuestras empresas.
Las matemáticas no son puras en el mundo real. Los números no son neutrales en una economía de mercado. Los números no son, valen. Se miden en dólares y en euros. Ni los números cuentan lo mismo ni todas las vidas valen igual. 150 muertos europeos valen más que 400 subsaharianos pero valen menos que un anuncio. 1 no es igual a 1. Si eres pobre, 1 es igual a cero, incluso es un número negativo porque es un gasto que no se quiere afrontar. Si no eres rico, 1 es igual a 0 coma algo, porque les generas un coste que preferirían no gastar. La vida no vale nada, la vida cuesta. La vida tiene un precio. Los pobres pagan con la suya porque no tienen dinero. Pero también han puesto precio a la nuestra. Valemos lo que podemos pagar. Valemos solo el dinero que producimos. Somos consumidores y consumidos.
Esa es la verdadera magnitud de la tragedia: cuánto dinero da. Por eso ahora que nosotros también somos más pobres, valemos menos. Por eso la presidenta del FMI nos dice que vivimos demasiado y nuestro gobiernos nos abandonan en manos de usureros. Somos un gasto para ellos, una inversión en el mejor de los casos. Valemos casi tan poco como esos nadies ahogados en el mar, esos nadies de los que hablaba Galeano –vuelvo a él otra vez- “que valen menos que la bala que los mata”.
DEJA UN COMENTARIO